RICARDO GIL OTAIZA
Nunca será suficiente todo lo que podamos insistir en cuanto al medio ambiente y su paulatino (pero certero) deterioro. Paradójicamente, y ya lo he expresado en estos espacios, el desarrollo tecnocientífico, y esto hay que decirlo, ha generado de forma no tangencial un impacto traducido en devastación, en contaminación ambiental, en extinción de especies vegetales y animales, en merma de nuestra calidad de vida. Si bien es cierto que a lo largo de los últimos siglos quienes nos antecedieron no dieron tregua a una inventiva y a una productividad patentizada en equipos, en servicios y en bienes materiales (el llamado “confort”), todo ello ha generado también involución y retroceso de todo aquello que implique la protección al medio ambiente y su preservación para las futuras generaciones.
Desde el ángulo de la filosofía de la ciencia nos preguntamos hoy si todo este “desarrollo” (con grandes comillas) ha sido el adecuado y el esperado. Es más, muchos vamos más allá para interrogar a la ciencia y a la tecnología, en las personas de sus cultores, de si realmente era necesario ese desarrollo que hoy nos impacta como civilización, hasta llevarnos a generar una alerta planetaria en cuanto a la sostenibilidad y sustentabilidad de las diversas formas de vida que constituyen la denominada “biosfera”. Científicos verdes y diversas organizaciones no gubernamentales nos informan de la pérdida acelerada del agua potable en los distintos continentes, de la desertificación de la Tierra, con todas las graves consecuencias que esto supone en los años venideros. Por otro lado, el calentamiento global, derivado a su vez del efecto invernadero, continúa su avance, y a diario somos víctimas silentes de un aire enrarecido, de lluvias ácidas, de problemas respiratorios, de fenómenos naturales (deslaves, huracanes, tornados, sequías, inundaciones, etc.), que amenazan en convertirse en las plagas durante este siglo. Las reticencias que como humanos hemos tenido para tomar conciencia en torno al problema ambiental, que es en definitiva nuestro gran problema, ha empeorado la situación, ya que se siguen emitiendo a la atmósfera día a día cientos de miles toneladas de agentes contaminantes que de alguna manera dilapidan las posibilidades de recuperación del planeta.
Por supuesto, Mérida no escapa a todo este panorama, y en cierta medida es “ejemplo” de lo que no se debería hacer en materia de desarrollo. La explosión demográfica dada en los últimos 50 años ha sido la mayor de su historia y su impacto en todos los órdenes (ecológico, urbanístico, de seguridad, de servicios, vialidad, de salud, etc.), ha sido también el más nefasto de todos los tiempos. La ciudad ha crecido de manera inorgánica, atrabiliaria, sin orden ni concierto, generando mayor desequilibrio y riesgo en la meseta. Como se ha de suponer, todo este proceso ha generado a su vez la destrucción de los bosques aledaños, el poblamiento de las zonas protegidas (Parque Nacional Sierra Nevada, Parque Sierra de La Culata, zona del páramo, entre otros), contraviniendo la normativa existente y produciendo daños irreversibles en dichos entornos. El efecto invernadero dado en nuestros predios es notorio y se ha traducido en la desglaciación de la Sierra Nevada y en el aumento de la temperatura promedio de la ciudad. Ya Mérida no es la ciudad del frío glacial ni la de las neblinas; en su lugar se ha posicionado un bochorno ambiental, que hace necesario el uso permanente de los aires acondicionados, que a modo recursivo, generan aun mayor recalentamiento y contaminación. Como se puede ver, un perfecto círculo vicioso que pone en jaque la vida de todos.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
El Universal
27-10-2016
Recopilado por:
Lic. Henry Medina
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