RICARDO GIL OTAIZA
Mérida y la merideñidad son la amalgama de diversos elementos: el paisaje, el clima, el campo, la vida religiosa (y sus tradiciones), y el trajinar académico con sus pompas. La conjunción de tales variables hace de ese todo llamado “ciudad”, un espacio ideal para el cultivo de las artes, de las ciencias, de la intelectualidad, y también del ocio y la vagancia (aquí, como en ninguna otra ciudad del país, se dio con gran fuerza el fenómeno hippie en la década de los 70). El Psilocybe cubensis, u hongo de la bosta de la vaca, o del estercolero, aquí tuvo su boom y generó también su propia tragedia: una generación perdida. En Mérida se dan la mano las supuestamente antagónicas nociones del cosmopolitismo y de lo aldeano (supuestamente antagónicas, porque se complementan), y todo esto trae consigo una singularidad que podría explicar (por lo menos de forma tangencial) ese deseo de quedarse de parte de quienes nos visitan, y ese anhelo de retorno de sus hijos que parten un día en busca de nuevos derroteros.
En Mérida, como en pocas urbes venezolanas, se ha dado en casi todos los siglos que abarca su historia colonial y republicana, una alta confluencia de figuras descollantes, propias y llegadas a ella. Tan es así, que esta entidad se ha erigido en polo cultural, artístico y académico desde hace mucho tiempo, compitiendo sin reticencias ni complejos con Caracas. Es más, desplazándola a veces en áreas tan sensibles como la literatura, las ciencias, la música, la danza, el cine y el teatro. Diría mi querido amigo Adelis León Guevara: “Mérida es Mérida, compañero”, la de los frailejones, la de los cafetos, la de los cañaverales, la de los conventos, la de las caléndulas que poetizara nuestro Gonzalo Picón Febres, la de las chupitas de Mariano Picón-Salas, la de las águilas de don Tulio y también las de Bernardo Celis Parra, la de los grandes monumentos arquitectónicos-religiosos de Acacio Chacón Guerra, la de los bustos y estatuas de Manolo de la Fuente, la de los improperios e insultos de la Loca Amalia, la de los fuegos pirotécnicos y de los morteros de Matica, la de los sonetos de Hildebrando Rodríguez, la de los parques temáticos de Alexis Montilla, la de mendigos memorables como Amador, la de educadores y jurisconsultos insignes como Eloy Paredes, la de eximios historiadores como Eloi Chalbaud Cardona, Carlos Chalbaud Zerpa y Baltazar Porras Cardozo, la de clérigos connotados como Ignacio Villa Vieira.
La Mérida de parques, capillas e iglesias, la de conventos, la de institutos de investigación, la de artesanos y creadores, la de orquestas y corales, la de secretos muy bien guardados, la de héroes civiles como Antonio Ignacio Rodríguez Picón, la de leyendas (la India Tibisay, Gregorio Rivera, Jacinto Plaza, Machera y La Pata e’clavo), la de las catacumbas, la de santos como la Madre Georgina Febres Cordero Troconis y Miguel Antonio Salas, la de inventores y creadores populares como Juan Félix Sánchez, la de precursores del teatro venezolano como Adolfo Briceño Picón, la de ilustres rectores como Diego Carbonell Espinal y Pedro Rincón Gutiérrez. La Mérida del obispado, la del arzobispado, y la de la Universidad de Los Andes, la de la Academia de Mérida, la del teleférico más largo y alto del mundo, la de los dulces abrillantados, la de las paledonias, aliados y pastelitos; la Mérida de los contrastes y las fantasmagorías, la de los portentosos ríos, la de la trucha, la de las viejas casonas, la del Bucare, la de las paraduras y de los patronos taumaturgos: San Benito, San Isidro, San Rafael y San Miguel. En fin, la Mérida de músicos y poetas. La sufrida Mérida que se nos desdibuja en el tiempo.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
@ricardogilotaiza
El Universal
09-06-2016
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