Reunión informal de 'permuteros' de viviendas en el Prado de la Habana. Desde el 2011, los cubanos pueden comprar y vender casas de modo legal, al margen del mercado negro. (EFE)
Con medio millón de viviendas menos de las que necesita, Cuba recurre al alquiler. Pero ese mercado clandestino está lejos ser una solución para la gran “promesa por cumplir” de la Revolución.
“De entrada, cuando anunciamos que estábamos esperando un hijo, nos sacaron de la casa donde vivíamos de alquiler porque al casero, con más miedo que dinero, le preocupaba no podernos sacar luego, asustado por una leyenda urbana sin sustento legal alguno que hace pensar que el bebé tendría derechos de convivencia sobre la casa”. Así reseñaba su experiencia como padre novel y arrendatario, Charly Morales, un periodista de provincia radicado en La Habana desde hace años.
Allí trabaja para la agencia noticiosa Prensa Latina, la principal del país, y colabora con diversos medios alternativos, uno de los cuales -'El Toque'- publicó hace varias semanas una crónica protagonizada por él, su esposa y su hijo de dos años, quienes en ese tiempo han vivido en “seis municipios diferentes”.
Para ellos, como para la inmensa mayoría de las parejas jóvenes en Cuba, resulta una utopía tener casa propia. Se trata de un fenómeno que no se centra solo en la capital del país, aunque como es lógico, allí alcanza sus tintes más dramáticos. De acuerdo con corredores de viviendas y sitios digitales especializados en el tema, con menos de 5 000 dólares en mano no tiene sentido buscar techo propio en la urbe, salvo que se contemplen entre las posibilidades alguno de los derruidos solares del centro histórico o los numerosos barrios insalubres de la periferia, comúnmente conocidos como “llega y pon”.
Por lo regular, en esos últimos se asientan los inmigrantes de la región oriental de la Isla, la más pobre y de mayores tasas de crecimiento demográfico. Sus condiciones de infraestructura son tan deficientes -en muchos casos no son más que villas miseria de casas construidas con desechos y calles sin trazar- que resultan en una opción impensable para los llegados desde otros puntos de la geografía nacional o para aquellos con un mayor nivel de calificación profesional.
Si sus posibilidades económicas no les permiten al menos adquirir un apartamento en algunas de las barriadas de estilo soviético que hace décadas se levantaron en distintos puntos del área metropolitana, muchos prefieren agenciarse un alquiler lo más céntrico posible. Así intentan aliviar las dificultades cotidianas del transporte y las odiseas del abastecimiento de agua. El problema está en que también el mercado de alquileres funciona bajo los principios de la oferta y la demanda, sin ningún control estatal, y a precios que crecen de forma sostenida y sin los más mínimos derechos para el consumidor.
En sus casi tres años de experiencia capitalina, la ingeniera química Lianet Suárez lo ha experimentado innumerables veces y solo persiste motivada por la posibilidad de agenciarse una beca de estudios en México. “Si Dios quiere, en septiembre u octubre ya estaré allá y entonces veré. A lo mejor regreso, a lo mejor sigo para Estados Unidos... Si no fuera por esa beca, hace rato Daniel (su novio) y yo hubiéramos regresado para nuestra provincia. Aquí en La Habana hemos vivido de todo: desde que nos aumenten el precio del alquiler de un día para otro hasta que se nos caigan los trabajitos extras con los que lo pagábamos o que el casero nos mande a desalojar con unos pocos días de antelación. Al final una se pone a pensar y es casi como una tiranía, nadie defiende tus derechos y todo el mundo te 'tira'”.
Arrendar un piso de uno o dos cuartos, a veces con algún electrodoméstico incluido (casi siempre un refrigerador), puede costar entre 40 y 50 dólares mensuales si se ubica en barriadas de la periferia o el acuerdo se zanja entre conocidos. Cuando el negocio gira en torno a un inmueble con similares condiciones pero de las zonas más atractivas de la geografía citadina, la cifra puede duplicarse o hasta triplicarse con pasmosa facilidad. Con un salario estatal promedio que no supera los 30 dólares al mes, resulta casi imposible imaginar los prodigios de inventiva que deben hacer los cubanos para organizar sus economías personales, mucho más si en la cuenta de gastos se incluye un arriendo, que por demás, nunca será suyo.
Todo obedece a escasez de opciones, considera Richard Aguilar, un corredor de bienes raíces con experiencia en el negocio de los arriendos a sus conciudadanos. “No es solo en La Habana, donde quiera que uno empiece a averiguar por alquileres se topa con la misma realidad: por cada diez personas que estén buscando renta hay solo dos o tres viviendas disponibles. Además, ese es un mercado casi subterráneo; casi nadie se inscribe como arrendador, ni se establecen contratos escritos. En realidad, a la mayoría de los que estamos en este ramo nos resulta mucho más atractiva la compra-venta de casas que su alquiler, y el Estado tampoco se implica”.
¿De solución temporal a definitiva?
Como en cualquier otro país, Cuba tiene puntos de atracción migratoria en los que el tema de la vivienda se hace más complejo. En primer lugar resalta la ciudad de La Habana, donde reside uno de cinco cubanos y se concentra el mayor déficit habitacional del país. Para hacer más aguda la crisis, allí cerca del 70% de las construcciones destinadas a tal fin se encuentra en regular o mal estado.
Una de las leyendas urbanas más repetidas asegura que en los barrios de la zona antigua conviene caminar con un ojo avizor hacia los balcones de los edificios coloniales y del período republicano, pues muchos de ellos pueden venirse abajo en cualquier momento. El riesgo se hace más tangible luego de los días de lluvia o del azote de los ciclones tropicales, cuando se hacen habituales los derrumbes o las evacuaciones ante el peligro de estos.
Pero el problema no es exclusivo de la “capital de todos los cubanos”. Casi mil kilómetros al este, en el otro extremo de la Isla, se ubica Santiago, la segunda urbe más importante y poblada, donde medio millón de personas se arraciman en un pequeño valle a orillas del mar. Allí las rentas se mueven en promedios que representan alrededor de la mitad del monto capitalino –al igual que en los precios de compra– pero las dificultades no son menores, debido a la insuficiente oferta y los problemas históricos de la vivienda. Otra variable que complejiza la ecuación de la también llamada “ciudad indómita” es el gran número de damnificados que dejara el huracán Sandy, en octubre de 2012, y el hecho de que -a diferencia de La Habana- en ella no rige un estatuto migratorio especial que regule el asentamiento de nuevos pobladores.
La entrada en vigor de la Ley 113 de 2012, que modificaba las normas para el trabajo por cuenta propia y pretendía incrementar las posibilidades de arrendamiento de viviendas y otros locales, no tuvo en Santiago los efectos esperados. “En cierta forma, lo que sucedió fue lo contrario”, explica Michel Arriba Luis, un profesor universitario originario de una provincia vecina, que por varios años vivió en albergues de su centro de trabajo y alquileres, hasta que gracias a una misión en el exterior pudo reunir lo necesario para comprarse un pequeño apartamento en la barriada de José Martí.
“Ante la posibilidad de legalizarse, de vender sus casas o de comprar otras, muchos arrendadores dejaron a un lado el mercado cubano y se centraron en atender a extranjeros. Un hostal de cuartos por noche puede reportarle a sus dueños hasta diez veces más ingresos que el mejor de los alquileres, y eso, sin tener que lidiar con muchas situaciones difíciles que ocasionalmente pueden verse cuando el negocio está orientado a nacionales”.
Con menos inmuebles disponibles y mayores precios, la mayoría de los “inquilinos no está en condiciones de exigir, por lo tanto se conforma con lo mínimo: un espacio para estar por un tiempo”, apunta la periodista Aracelys Avilés en un artículo para la revista Progreso Semanal. Por otro lado, un reportaje aparecido hace casi un año en esa misma publicación –editada en Miami, pero centrada en temas sobre la Isla– señalaba como en la última década se han ido reduciendo los planes para la construcción de viviendas por parte del Estado, una ausencia que los esfuerzos privados no siempre han podido subsanar.
A juicio del redactor de ese texto, con “los ritmos actuales de ejecución, serían necesarios más de veinte años para que el problema habitacional deje de ser uno de los mayores dolores de cabeza del ciudadano promedio”. Demasiado tiempo para los millones de cubanos que no poseen casa propia, viven en condiciones de hacinamiento y en edificios con peligros estructurales, o han postergado la formación de sus familias ante la inseguridad de un techo.
Ignacio Isla.
La Habana
El Confidencial
19-08-2016
Recopilado por:
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