martes, 12 de agosto de 2014

Capital

MARIANO NAVA CONTRERAS

La semana pasada, mientras los venezolanos nos congratulábamos por el 447 cumpleaños de Caracas, yo me preguntaba, ¿qué es lo que hace que una ciudad sea la capital de un país? ¿a qué se debe que los habitantes de un territorio decidan que las decisiones importantes se tomen en una ciudad y no en otra? No es pregunta tonta, me parece, porque tiene consecuencias políticas, económicas y culturales de primer orden.

Claro que me estoy refiriendo a aquellas capitales que se han ido consolidando a través de procesos históricos, y no a las que se designan por obra y gracia de un decreto y de la imaginación brillante de un arquitecto. Ahí están los ejemplos de Washington o Brasilia. Nadie puede dudar de que son ciudades de las que emanan decisiones políticas del más alto nivel, y sin embargo, son ciudades sin alma. Cuando pensamos en ciudades estadounidenses se nos vienen a la mente los nombres de Nueva York o Los Ángeles. En el caso brasileño, ahí están Río o San Pablo, pocas veces pensamos en Brasilia. Lo mismo ocurre en Canadá, donde Montreal o Toronto nos parecen mucho más representativas que la pequeña Ottawa. Resulta evidente que una cosa es ser la capital política o económica, y otra la capital cultural de una país.

En otros casos, se trata de una amalgama de circunstancias históricas y culturales las que dan a una ciudad el prestigio para ser la capital de un país. Puede decirse que, antes de las Guerras Médicas, Atenas no era sino una polis más, no precisamente la más poderosa. En la Ilíada ni siquiera se la menciona, y su dialecto, el ático, era considerado indigno de la literatura. Es a partir de su heroico desempeño en la primera guerra contra los persas, especialmente en la batalla de Maratón, cuando comienza el espectacular ascenso de los atenienses. Incentivados por un régimen tolerante en lo político y liberal en lo económico, florecieron en Atenas el comercio, las ciencias y las artes. A lo largo de tres mil años de historia, la ciudad fue dominada por muchas potencias extranjeras, de Macedonia y Roma a la Italia de Mussolini o la Alemania nazi, pero nunca más perdió el prestigio de ser considerada la capital indiscutible de Grecia.

Algo parecido diremos de Roma. Antes de la República, Roma no era más que una de las aldeas del Lacio. Fue después cuando la ciudad se dio a una serie de guerras que la llevaron a conquistar la península itálica. De hecho, Augusto se ufanaba de haberla encontrado de barro y haberla dejado de mármol. Es decir, que hasta los tiempos de Augusto, Roma era una ciudad, al menos arquitectónicamente, modesta. Sin embargo, ya por entonces comenzaba a atraer a artistas, pensadores y científicos. Pocos escritores romanos eran propiamente de Roma. Virgilio era lombardo, Horacio de Venusia en la actual Lucania y Tito Livio, el historiador romano por excelencia, era de Padua. Otros ni siquiera eran italianos. Séneca era español, de Córdoba, como también el poeta Lucano; Marcial nació en Catalayud y Quintiliano era riojano de Calahorra; el historiador Suetonio era africano de Argelia, como Apuleyo; Ausonio, francés de Burdeos; Petronio, de Marsella, y el filósofo Epicteto, de Hierápolis, en lo que hoy es Turquía. No obstante, todos escribieron en latín y sus nombres engrandecieron la cultura romana. Aquí llegamos a donde me interesa.

Creo que lo que hace que una ciudad sea capital va más allá de lo político y lo económico. La capital es capital porque encarna el espíritu de un país, y eso lleva tiempo. Es posible que un gobierno decida mudar la capital de una ciudad a otra, pero mucho más complicado, por no decir imposible, será que mude la capital de una cultura. Esto es así porque la capital de un país ejerce una influencia determinante sobre los territorios que domina; pero también estos territorios influyen directamente sobre su metrópolis. Se trata, pudiéramos decir, de una relación de flujos e influjos, o de amor-odio, como prefiramos. La ciudad capital sabe guardar esta amalgama de influencias, que naturalmente la enriquece, pero también sabe devolverlas, potenciadas y enriquecidas (o empobrecidas y disminuidas, depende). En todo caso, está claro que cultura, política y economía confluyen en la capital como centro de poder. Esto puede corroborarse con ejemplos más cercanos. En Hispanoamérica, los grandes centros de poder político y económico en el período colonial se convirtieron en las capitales de las repúblicas surgidas a comienzos del siglo XIX. Sin embargo, esas ciudades fueron y son aún también capitales culturales: México, Bogotá, Lima, Buenos Aires.

El caso de Caracas no es diferente. Capital de la antigua Provincia y después Capitanía General de Venezuela, supo conservar en su provecho el incontestable prestigio político y militar que le ganó ser cabeza de una revolución victoriosa, la de 1810. Centro de poder político y económico, es también hoy, qué duda cabe, la capital cultural de los venezolanos. Sin embargo, nos queda aún pendiente la importante tarea de repensar los términos de esa capitalidad. Replantearla, de manera que no se siga entendiendo como una especie de vasallaje intelectual, y sí más bien como ese enriquecedor juego de flujos e influjos con que poco a poco se construye la cultura plural de un país. Esto, que no es ninguna minucia, no puede ser tarea para sus líderes, y sí más bien para sus artistas, sus pensadores y literatos, para sus creadores.

@MarianoNava

El Universal
01-08-2014
Recopilado por:
Lic. Henry Medina
Administrador del Grupo Yahoo corredor_inmobiliario
Asesor Inmobiliario, de Seguros e Inversiones
twitter: @Henry_Medina
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