JUSTIN SULLIVAN (AFP)
Las ciudades africanas son el claro ejemplo de que la inversión en infraestructuras no evidencia ciudades más justas.
El aire de la mayoría de ciudades africanas está altamente contaminado. Las arterias de Nairobi, metropolis permanentemente obstruida y una de las más contaminadas del mundo, ven duplicar el número de vehículos circulando por sus carreteras cada seis años. Y no parece ser una excepción dados los datos de la OMS, que dicen que en 2012 "6,5 millones de muertes (11,6% de todas las muertes mundiales) estuvieron relacionadas con la contaminación del aire". Además, tal como alerta el organismo de la Organización de las Naciones Unidas especializado en gestionar políticas de prevención, promoción e intervención en salud a nivel mundial: "casi el 90% de las muertes relacionadas con la contaminación del aire se producen en países de ingresos bajos y medianos".
A medida que las ciudades crecen, las cantidades de elementos cancerígenos en el aire aumentan. Tal es el punto que la contaminación tendrá, en los próximos años, un tremendo impacto a nivel económico y sanitario. Pero este no es el único riesgo que corren los residentes urbanos, especialmente si hablamos de África. La deficiencia en infraestructuras urbanas que hay en la mayoría de ciudades del continente - mala canalización y saneamiento del agua, la insuficiente recogida de desechos, redes eléctricas poco fiables, carreteras en mal estado, asentamientos informales en cuencas hidrográficas o iluminación insuficiente-, pueden suponer peligros mortales para sus residentes. Eso, por no hablar del estrés que muchos residentes urbanos sufren a causa de la pobreza o la inseguridad, que socava su salud, su bienestar, su empleabildiad y su productividad.
La reducción de estos riesgos y la mejora de la calidad de vida de los residentes en ciudades africanas, depende en gran medida de la capacidad de los diferentes agentes locales para identificarlos y comprenderlos. Y a posteriori, de las medidas que éstos sean capaces de adoptar para cambiar un contexto de vulnerabilidad a una situación de mejora, que proporcione seguridad a sus habitantes. Sin embargo, cuando las respuestas convencionales son demasiado caras o superan las capacidades de los gobiernos locales, la resiliencia, o capacidad de adaptación a contextos adversos, se convierte en una condición sine qua non que a veces escapa de las "recetas" con potencial de ser más exitosas.
El concepto de resiliencia ya forma parte de los Acuerdos de París o la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, del Marco de Sendai para la Reducción de Riesgos de Desastre 2015-2030 o de los nuevos Objetivos del Desarrollo Sostenible. Pero sin un apoyo directo a los gobiernos locales y de la sociedad civil, a menudo podría quedar en papel mojado. El ejemplo que daremos no es un caso de fracaso absoluto, pero sí de una respuesta parcial.
Desde 2013, la Fundación Rockefeller apoya a 100 ciudades del mundo para posibilitar el desarrollo de sus capacidades de resiliencia. En concreto, Nairobi, Addis Ababa, Accra, Dakar, Lagos, Ciudad del Cabo y Durban, son las siete urbes africanas que están siendo respaldadas por la fundación para ser más habitables y prósperas. Desde que se iniciaron las colaboraciones, Rockefeller ha posibilitado una mejora en resiliencia, sin embargo, a menudo, la toma de decisiones de los técnicos y expertos en el campo - alejada de la población más vulnerable y con frecuente déficit de consultas populares- puede hacer que invertir en resiliencia urbana provoque más injusticias.
Un ejemplo claro de esta paradoja lo encontramos en el norte de Malawi, donde la Fundación Rockefeller ha implementado un proyecto para mejorar las construcciones de la ciudad de Mzuzu en vistas a evitar inundaciones durante la temporada de lluvias. Si bien parecía que el proyecto inicial beneficiaría a toda su población, la inversión ha tenido inesperados efectos secundarios según The Conversation, incrementando el precio de las viviendas, y provocando el desplazamiento de muchos habitantes a barrios informales de la periferia, aún más vulnerables a inundaciones.
La pregunta que debemos cuestionarnos aquí es: ¿se pueden conseguir estructuras urbanas resilientes sin comunidades urbanas resilientes? ¿Son posibles las ciudades resilientes sin ciudadanos resilientes?
Conseguir ciudades más justas, poblaciones menos desiguales y mayores niveles de bienestar urbano debería ser el planteamiento fundamental de cualquier plan o programa que pretenda ocuparse de ciudades con infraestructuras más preparadas para posibles desastres medioambientales. No se puede plantear acabar con la contaminación de una ciudad como Nairobi sin prestar especial atención a las dinámicas de la movilidad de los nairobenses. ¿Va a utilizar un residente de la capital keniana una bicicleta en una ciudad con semejante nivel de tráfico? ¿Se puede reducir el nivel de emisiones de los transportes sin ofrecer una verdadera alternativa, limpia y asequible, a la población local?
La horizontalidad a la hora de tomar decisiones que afecten a la población, debe pasar por la implicación y participación de las comunidades afectadas. Si bien con mucho menos presupuesto, pero más libertad que organizaciones filantrópicas que mueven grandes cantidades de dinero, pequeñas oenegés como Arquitectura sin fronteras en Maputo, dan ejemplo de cómo mejorar la resiliencia urbana a la vez que se incrementan los estándares de calidad de vida de sus habitantes. Una fórmula, sin duda, mucho más humilde y a más largo plazo pero, quizás, con un mejor desenlace.
Gemma Solés i Coll
El País
22-05-2017
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