RICARDO GIL OTAIZA
Dedico a Mérida
Para el mundo griego la polis es la representación genuina de un Estado autónomo, constituido por una ciudad y su propio territorio. Ambos son en definitiva, el espacio para el intercambio y la cultura, para el despliegue de la vida en toda su completud, que busca la integración de esfuerzos entre cada uno de sus habitantes para alcanzar el equilibrio que permita el concepto de lo social. La ciudad es por definición la concreción de lo humano con todos sus matices, buenos y malos, y en donde anidan el hombre y la mujer en la búsqueda de su hominización, de su hechura de seres ganados para la supervivencia y la trascendencia, para el “ahora” como realidad y para la inmanencia como cualidad de lo que resulta inseparable a todos. Para la gran lingüista española María Moliner la ciudad antigua como la griega y la romana, no aplica el nombre de población, y sí sólo el de ciudad; por ende, es ella el locus que contiene al Ser en su esencia civilizatoria, en sus virtudes y en sus defectos, en sus valores y también en sus agudas miserias. Es la ciudad la gran abstracción de lo urbano, en donde convergen principios y valores que nos hacen sentir que formamos parte de un gran conglomerado, de una inmensa familia. Empero, es la ciudad también objeto de oscuras pasiones; en ella se trama todo aquello que atenta contra la vida y su “absurda” aspiración de eternidad, en donde se tuerce el destino de todos para recordarnos con empeño la finitud del deseo de ser más de lo que nos ha sido dado.
La ciudad como queda dicho es abstracción, pero también es realidad, y en este punto del análisis hace su entrada el gobierno de sus espacios, para decirnos que la realidad está sujeta a normas y a leyes, a instrumentos y artificios que busquen acuerdos para la civilidad como única alternativa para dejar de lado la animalidad que nos habita. El gobierno de la ciudad emerge de sus entrañas, es producto de acuerdos entre quienes disfrutan de sus espacios, es la respuesta a la necesidad de vivir sin las ataduras propias de nuestras flaquezas que nos llevan, más temprano que tarde, al desencuentro y a la violencia. Vista así, la ciudad deberá consolidarse como el receptáculo de todo aquello que propenda a devolvernos lo que de humanos hemos dejado desperdigado a la vera del camino, para conjuntar esfuerzos y metas en la conquista de un futuro compartido.
Y para eso estamos aquí, para intentar desentrañar de nuestra experiencia ciudadana todo aquello que nos ata a la ciudad como abstracción y como realidad, como verdad y como fantasmagoría. La ciudad es lo que nosotros, sus habitantes, construimos en el día a día, hasta convertirla en luz en medio de las tinieblas de nuestros tiempos, o en espacio para el odio y para la muerte. Nuestra ciudad es eso y mucho más: es la concreción de nuestros sueños, pero también la de nuestras oscuridades y temores, la de nuestros errores y triunfos como miembros inefables de la humanidad. Nuestra ciudad y su rostro son y serán lo que abriguemos dentro de nosotros como vislumbre. Si somos la ciudad, la cara que nos muestra hoy nos delata, nos deja al descubierto, nos interpela como factores de cambio, de estancamiento, o de retroceso. De allí la necesidad de reflexión; de allí el deseo de hurgar en lo más profundo de nuestro ser, para hallar la noción de civilidad que debemos poner al servicio de colectivo, como parte de nuestra tarea pendiente con la ciudad que habitamos y que vivimos; esa que se nos escapa de las manos, que hemos ido perdiendo a pasos acelerados, hasta quedar de la otrora urbe gentil y cordial, culta y docta, solo girones amalgamados en el pesaroso recuerdo.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
El Universal
28-07-2016
Recopilado por:
Lic. Henry Medina
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